Aun hoy en día
siento aquel peso atroz sobre mis hombros, si cierro los ojos un mero
segundo...
Ah, la culpa.
Nos engaña, enterrándose en lo más hondo de la memoria, simulando su propia
extinción, con la única meta de resurgir de sus cenizas, quemándonos con su
incurable peso.
Cuán distinto
fue aquel sentimiento para mí, antes desconocido, cayendo sobre mí como el más
crudo castigo que pudiese haber otorgado mi propio Dios.
Aquel amasijo
de huesos, músculos y suaves y blancas plumas, naciendo en mi espalda,
palpitaban dolientes contra mi piel a cada golpe que los duros tacones de mis
botas daban en aquella tierra hostil,
humeante y desolada, hogar de los desgraciados que jamás verían de nuevo
la faz de su antiguo señor en la cúpula celeste. Contemplé ante mí la puerta,
por llamarlo de algún modo, de aquella pesadilla; una imponente figura se
alzaba estoica ante la misma boca del infierno. Los destellos rojizos del fuego
danzaban sobre su tersa piel morena, remarcando los músculos y tendones con sus cálidos tonos
cambiantes, y sobre sus rasgados ojos, rojizos como las ascuas. De pronto,
aquellos inhumanos orbes se posaron sobre mi figura, recorriéndome desde el
polvoriento suelo, donde se posaban mis pies, hasta la punta de mis doloridas
alas; pareció transcurrir una eternidad hasta que finalmente pude ver sus
labios moverse lentamente.
Pude ver como
tragaba saliva forzosamente antes de echar su cabeza ligeramente hacia atrás
con una extraña expresión en su rostro; sus labios se tensaron formando una
fina línea, frunciendo el entrecejo y arrugando su nariz en un gesto de lo que
parecía ser… ¿Repulsión?
Di lentamente
un pequeño paso más hacia él, la respuesta fue rápida y clara, antes de que la
totalidad de mi suela se hubiese posado en el suelo, el filo de su “lanza” se
apretaba peligrosamente contra el hueco de mi mandíbula.
Oí su voz
entonces, por primera vez, pronunciando una breve orden que fui totalmente
incapaz de ignorar, traicionado por los involuntarios movimientos de mi cuerpo.
“Sígueme”. Se
hizo a un lado, dejando ver una ranura en la puerta entreabierta y alzando
su poderoso brazo murmuró brevemente algo que creí identificar como egipcio
antiguo, algo muy factible teniendo en cuenta quién era mi “acompañante”. La
madera crujió ante su voz, abriéndose sumisamente a su guardián, mostrándome
así las vistas de lo que sería mi cárcel para el resto de la eternidad.
No negaré que
siempre me lo había imaginado como un lugar en llamas, azufre y demonios
carmesís con tridentes y cuernos, bueno quizás no estaba tan seguro de este
último punto. Sin embargo aquello no se parecía en nada a las pinturas de los
humanos y eran bien pocos los tópicos que se cumplían al pie de la letra. Si
bien era cierto que tenían cuernos, pezuñas y cola, y que algunos de ellos eran
más pequeños y revolucionados, todos presentaban una anatomía medianamente antropomórfica.
Niños, adultos, jóvenes…
De todas
formas, el nuevo descubrimiento no calmó en absoluto el pánico que empezaba a
subir por mi columna atenazándome un poco más a cada paso.
Podía sentir
todas sus miradas clavándose sobre mí, la gran mayoría acompañadas por una
dentada sonrisa voraz, pero pude ver expresada en algunos rostros la decepción;
ésta sin embargo no parecía ser un impedimento para mis espectadores, que
crujiendo sus nudillos y estirando sus músculos, esperaban ansiosos el momento
para atacar.
Era tal el
nerviosismo y el trance en el que me vi bajo sus hambrientas miradas que no me
percaté de que mi guía había dejado de caminar hasta que mi cara chocó contra
su espalda. El calor excesivo que desprendía su piel me tentó a permanecer
pegado a él, abrí los ojos admirando los marcados omoplatos sobre la ancha
espalda. Vi entonces como se tensaba su cuerpo, antes de oír el estridente
sonido metálico de su lanza golpeando el suelo; fue tal la rapidez con la que
descargó la fuerza de su potente brazo contra mi rostro, que no pude ni tan
solo protegerme.
Alcé la vista,
nublada tras el duro golpe, notando el punzante ardor de unas garras marcadas
sobre mi párpado-pómulo y la calidez de la sangre resbalando lentamente por mi
mejilla. Mi vista se tornó una bruma rojiza y acuosa cuando intenté abrir mi
ojo izquierdo, lo cubrí con mis manos en un vano intento de calmar el escozor
de la sangrante herida, gimiendo adoloridamente.
“No me toques”.
Su voz sonó como un peligroso siseo en mis oídos, incrementando más aún si
cabía el atroz pánico que sentía y que me impedía levantarme del suelo, donde
habían golpeado mis rodillas al caer con el impacto de su puñetazo.
Esperé alguna
reacción más de su parte, escuchando los cuchicheos y risas histéricas de todos
aquellos demonios que, esperando el permiso de su superior, se habían ido
acercando hasta rodearme por completo. Un rápido y disimulado vistazo confirmó
mis sospechas, haciendo mis labios temblar ante la idea de quedarme solo entre
todos ellos; sedientos de un nuevo ángel que maltratar tras tantos años, se
empujaban unos a otros, llegando a las garras incluso en algunos casos,
luchando por llegar a la primera fila.
Contra toda
lógica, la mía andaba ya algo maltrecha he de admitir, volví a examinar aquel
cuerpo ante mi; El dorado tono de su suavemente bronceada piel, bajo la cual se
marcaban sus fuertes músculos. Los tendones, marcados en sus tensos brazos
cruzados, se dejaban adivinar también bajo la tersa piel de su abdomen,
perdiéndose tras la tela de aquella túnica, de corte claramente egipcio.
Quién sabe
cuántos siglos, quizás toda la eternidad, llevaría aquel “hombre” guiando las
ignorantes almas de los pecadores con sus brillantes ojos ambarinos y aquellos
fuertes brazos hacia las mismas entrañas del infierno. Fijando mis desesperados
ojos en los suyos, rezando por lograr algún tipo de piedad, me dejé arrastrar
por los recuerdos una vez más…
Todos nosotros,
los ángeles, recibíamos una completa educación desde el día de nuestro
nacimiento, abarcando las innumerables ramas del conocimiento, ésta se centraba
en el pequeño mundo paralelo al nuestro. Era nuestro trabajo, que no deber,
vigilar su armonía así como el llevar un constante seguimiento de sus
habitantes y su evolución. Y nunca, jamás, había surgido problema alguno con la
tarea que teníamos encomendada, hasta que la evolución, caprichosa como
ninguna, decidió dar un agigantado paso hacia nuestro propio mundo.
La primera vez
que se tuvo constancia de los cambios que estaban sufriendo algunos primates,
la atención se posó sobre ellos por encima del resto de seres. Gracias a esta
centralización, no fue mucho el tiempo necesario para notar el resto de avances;
la bipedación, un par de dedos
prensiles, un nuevo afán de creación surgiendo en sus, cada vez más grandes,
mentes…
Cuando la
generación de nuestros padres comenzó a remplazar a sus progenitores en la
tarea de vigilarlos, los humanos ya vivían en pequeñas aldeas, formando
familias. Los más jóvenes disfrutaban entonces de un trabajo al fin entretenido.
Nosotros sin
embargo, llegamos en la mejor época según nuestros mayores; no les faltaba
razón.
Era el año 1400
aproximadamente (aunque después pasaría a ser conocido como 1200 a.c) y se me
asignó la vigilancia de la antigua civilización Egipcia.
Pasar las horas
contemplándoles ya no era un trabajo tan aburrido y pesado como siempre lo
había sido, ahora nos entretenía presenciar la construcción de aquellos
magníficos monumentos, la interacción entre ellos mismos, separados por su
propio juicio en dos grandes y lejanos colectivos.
Pronto,
observar desde las sombras dejó de ser suficiente y entre mis compañeros de
trabajo conseguí sembrar la curiosidad, la necesidad de verlos más de cerca, de
escapar. Unidas nuestras mentes y conocimientos no fue difícil encontrar la manera
de lograr nuestro objetivo; clandestinos y cautelosos, en nuestras escapadas,
cuidadosamente planificadas, no participaban más de tres ángeles, bajo la
tapadera de nuestros compañeros.
En las primeras
visitas, la cautela nos impidió hablar directamente con ellos o dejarnos ver,
pero poco a poco el cuidado fue disminuyendo, al igual que la distancia que nos
separaba de ellos.
Llegó
finalmente un día en el cual nos dejamos ver por uno de ellos. El brillo de
gratitud en sus ojos ante lo que, para ella, era la dulce amabilidad de los
Dioses nos impulsó a repetir la experiencia y así, día a día nuestro público
fue aumentando secretamente.
Tan caprichosos
en aquella tierra joven, cautivados por nuestros etéreos velos y
resplandecientes plumas, el sentimiento de adoración al que estaban
acostumbrados fue creciendo en algo más. Hombres y mujeres, tanto del dorado como
del esclavo Egipto, pasaron de ofrecernos el más fino oro y joyas, frutas o
vasijas, a tender su amistad hacía nosotros, su valioso amor. Abrieron sus corazones
y sus cuerpos; una tentadora ofrenda que algunos no pudimos rechazar.
Por desgracia,
¿quién habría dicho que aquello se extendería, en forma de rumor, entre la
amplia comunidad de bastardos ángeles traidores, hasta llegar a los oídos del
mismísimo Dios? No hubo piedad alguna para mí por su parte, la sentencia fue rápida
y clara. El amor que había nacido en el corazón de algunos de mis cómplices
hacia “sus” humanos, salvaría sus almas y suponía el perdón de nuestro líder.
Un amor que no floreció en mí, no hubo justificación para mis actos.
Pasaría la
eternidad en el otro mundo, no el de mis conocidos humanos, sino en el
infierno, en su cárcel, para ser más concretos. Ni siquiera las palabras de mis
allegados sirvieron para mi causa, Dios no quiso perdonarme. A mí, el hijo de
sus dos más amados trabajadores, mis raíces se remontaban a su queridísimo
Gabriel. ¿No guardaban acaso los artistas un perenne amor hacía sus obras?
Quizás era a ese aprecio al que debía agradecer notar todavía un corazón
bombeando en mi pecho.
Parpadeé
rápidamente, volviendo a la realidad. Para mi desgracia, el gesto de Anubis no
había cambiado demasiado durante mi breve “deja vú”. Vi como daba un paso hacia
atrás, dispuesto a abandonarme a mi suerte entre aquella multitud sádica y hambrienta,
y la desesperación me abordó con una intensidad dolorosa.
-Por favor… -
Había intentado imponerle a mi voz un tono firme, inocente, pero las suplicas
que salían de mis labios apenas si eran audibles, temblorosas y cargadas del
miedo que me corroía- Por favor no te vayas…
Aún arrodillado
en aquel áspero suelo de piedra, alargué cuidadosamente mi mano hacia el borde de
su túnica y sólo al ver que era incapaz de alcanzarla, me di cuenta de lo débil
que estaba. Dejé caer mi cuerpo contra el suelo, agotado simplemente por permanecer
erguido entre aquella marabunta que, sin darme cuenta, llevaba ya tiempo devorando
mi fuerza y sin dejar de mirarle intenté una última vez pedir su ayuda. Pero
sólo conseguí emitir un tenue gemido de dolor.
Una mirada de
compasión cruzó sus ojos anaranjados antes de que los cerrara para darme la
espalda. “Adelante”
Cerré mis ojos
con fuerza, sabiendo lo que me esperaba tras su permiso. Mentiría si dijera que
estaba preparado para aquel dolor, al igual que si afirmase que algún día podré
llegar a estarlo.
Decenas de
afilados colmillos y garras se clavaron en mi cuerpo y en la sensible carne de
mis alas, totalmente expuestas a la multitud enfebrecida. Algunos sujetaban mi
cuerpo contra el suelo, apretando mis brazos y piernas con tal fuerza que estaba
seguro de que ya estarían llenos de moratones. Intenté debatirme, pero las
fuerzas me fallaban y su agarre era demasiado resistente, era imposible escapar
de aquello. En ese momento lo noté, varios puños que se ceñían a mis plumas se
deslizaron rápidamente, arrancándolas. El dolor fue insoportable, alaridos
frenéticos desgarraban mi garganta mientras mi vista se volvía negra. Era como
una oleada de fuego, concentrado en mis omoplatos, acompañado por millares de
agujas incandescentes, corriendo y atravesando mis venas.
Los tirones
continuaron lo que pareció una eternidad, cada vez más seguidos y lentos, más
horriblemente dolorosos. Dejé de escuchar mis propios gritos sobre el zumbido
de mis oídos y la risa macabra de mis agresores, aunque estoy seguro de que
podían oírse en todo el infierno.
Llegó entonces lo
peor, unas garras apretaron mi garganta dejándome sin respiración cuando un pie
se hundió con rabia entre mis omoplatos, sacándome el aire de mis pulmones.
Varios más siguieron el ejemplo, situándose en distintas alturas de mi espalda,
mientras pares de garras se enterraron en lo que quedaba de mi maltrecha ala, agarrándola
con fuerza. Y tiraron.
Los músculos de
mi espalda aún se comprimen con dolor cada vez que lo recuerdo. Era peor que
cortarte un brazo con una sierra oxidada, peor que arrancártelo, mucho peor.
Mi cerebro
sufrió un shock y dejé de ver, de oír, solo podía sentir el dolor de la carne
abierta en mi espalda, la sangre brotando sin fin, ardiendo al contacto con mi
propia piel, llena de golpes y cortes. En una situación distinta, habría muerto
tras el primer manojo de plumas que me fue arrancado, ni mi mente ni mi cuerpo
lo hubieran soportado; pero en el infierno, como en el cielo, no puedes morir.
Por mucho que lo desees.
Lo que pasó
después se escapa de mis recuerdos, aunque tampoco me interesa saberlo, pero
los golpes y las agresiones cesaron, me quedé solo, cubierto en mi propia
sangre y plumas.
Llegó entonces
aquella puta piedad que tanto había anhelado, concediéndome el descanso de la
inconsciencia.